jueves, 16 de abril de 2020



Vino luego la boda y la embriaguez de los primeros meses, de las lunas de miel; Rosa iba abriéndole el espíritu, pero era éste tan sencillo, tan transparente, que cayó en la cuenta Ramiro de que no le había velado ni recatado nada. Porque su mujer vivía con las entrañas espirituales al aire del mundo, entregada por entero a cuidado del momento, como viven loas rosas del campo y las alondras del cielo. Y era a la vez el espíritu de rosa como un reflejo del de su hermana, como el agua corriente al sol que aquél era el manantial cerrado.

Llegó, por fin, una mañana en que se le desprendieron a Ramiro las escamas de la vista, y purificada ésta vio claro con el corazón. Rosa no era una hermosura cual él se la había creído y antojado, sino una figura vulgar, pero con todo el más dulce encanto de la vulgaridad recogida y mansa; era como el pan de cada día, como el pan casero y cotidiano y no un raro manjar de turbadores jugos. Su mirada que sembraba paz, su sonrisa, su aire de vida, eran encarnación de un ánimo sedante, sosegado y doméstico. Tenía su pobre mujer algo de planta en la silenciosa mansedumbre, en la callada tarea de beber y atesorar luz con los ajos y derramarla luego convertida en paz; tenía algo de planta en aquella fuerza velada y a la vez poderosa con que de continuo, momento tras momento, chupaba jugos de las entrañas de la vida común ordinaria y en la dulce naturalidad con que abría sus perfumadas corolas.