Foto: Raquel G. Arratia (Saint-Lo)
viernes, 20 de septiembre de 2019
Miedo
[…] el miedo es un enemigo íntimo con quien compartimos la existencia.
Un miedo irracional, obsesivo, neurótico, que en realidad se origina en los
verdaderos terrores del vivir, pero que nosotros colocamos en otro lado. Porque
es cierto que la vida es frágil; que en cualquier momento puede ocurrirte una
desgracia; que no controlamos nuestra realidad aunque creamos que sí; que al final
nos morimos. Pero, cuando nos muerde el miedo, no suele ser por estos motivos de
sobrado peso, sino por locuritas. Miedo a quedar mal. A que no te quieran. A
hacer el ridículo. Miedo a que se demuestre que no vales lo suficiente, que no
sabes, que no sirves, que eres una impostora (ay, el estúpido síndrome del
impostor, padecido mayoritariamente por mujeres). Miedo a que te odien, exacerbado
por la ponzoña de las redes. Pero también: a que te despidan, a que tu pareja
te abandone, a que tu hijo se drogue. Y sí, resulta que a veces te despiden, y
tu pareja de teja, y a tu hijo le suceden malas cosas. Pero lo enfermizo es
temer todo esto mucho antes de que suceda, incluso cuando ni siquiera hay
indicios de que pueda ocurrir. ¿Por qué destrozar nuestro presente feliz por el
miedo a un futuro incierto? Miro hoy hacia atrás y me doy cuenta de que esos
soponcios silenciosos forman parte de la vida de muchos. De que, para bastantes
personas, vivir es ir cayendo de cuando en cuando en esos pozos. Susto,
ansiedad, temor irrefrenable y repentina inquietud ante el futuro. Quieres
esconderte, rendirte, pero, al fin, qué maravilla, no lo haces. Lo dice la
sabiduría popular: un valiente no es quien no tiene miedo, sino quien lo
supera. De manera que, mis queridos amigos cobardes, los que convivimos
cotidianamente con el miedo somos sin lugar a dudas los más valerosos.
Rosa Montero (El País Semanal) 30 de junio de 2019
lunes, 16 de septiembre de 2019
El tiempo no nos hace más sabios
Foto: Raquel G. Arratia (Saint-Lo)
[...]
La
Barcelona de mi juventud ya no existe. Sus calles y su luz se han marchado para
siempre y ya sólo viven en el recuerdo. Quince años después regresé a la ciudad
y recorrí los escenarios que ya creía desterrados de mi memoria. Supe que el
caserón de Sarriá fue derribado. Las calles que lo rodeaban forman ahora parte
de una autovía por la que, dicen, corre el progreso. El viejo cementerio sigue
allí, supongo, perdido en la niebla. Me senté en aquel banco de la plaza que
tantas veces había compartido con Marina. Distinguí a lo lejos la silueta de mi
antiguo colegio, pero no me atreví a acercarme a él. Algo me decía que, si lo
hacía, mi juventud se evaporaría para siempre. El tiempo no nos hace más
sabios, sólo más cobardes.
Durante
años he huido sin saber de qué. Creí que, si corría más que el horizonte, las
sombras del pasado se apartarían de mi camino. Creí que, si ponía suficiente
distancia, las voces de mi mente se acallarían para siempre. Volví por fin a
aquella playa secreta frente el Mediterráneo. La ermita de Sant Elm se alzaba a
lo lejos, siempre vigilante. Encontré el viejo Tucker de mi amigo Germán.
Curiosamente, sigue allí, en su destino final entre los pinos.
Bajé a la
orilla y me senté en la arena, donde años atrás había esparcido las cenizas de
Marina. La misma luz de aquel día encendió el cielo y sentí su presencia,
intensa. Comprendí que ya no podía ni quería huir más. Había vuelto a casa.
En sus
últimos días prometí a Marina que, si ella no podía hacerlo, yo acabaría esta
historia. Aquel libro en blanco que le regalé me ha acompañado todos estos
años. Sus palabras serán las mías. No sé si sabré hacer justicia a mi promesa.
A veces dudo de mi memoria y me pregunto si únicamente seré capaz de recordar
lo que nunca sucedió.
Marina, te
llevaste todas las respuestas contigo.
Carlos Ruiz Zafón "Marina"
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