Foto: Raquel G. Arratia (Saint-Lo)
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La
Barcelona de mi juventud ya no existe. Sus calles y su luz se han marchado para
siempre y ya sólo viven en el recuerdo. Quince años después regresé a la ciudad
y recorrí los escenarios que ya creía desterrados de mi memoria. Supe que el
caserón de Sarriá fue derribado. Las calles que lo rodeaban forman ahora parte
de una autovía por la que, dicen, corre el progreso. El viejo cementerio sigue
allí, supongo, perdido en la niebla. Me senté en aquel banco de la plaza que
tantas veces había compartido con Marina. Distinguí a lo lejos la silueta de mi
antiguo colegio, pero no me atreví a acercarme a él. Algo me decía que, si lo
hacía, mi juventud se evaporaría para siempre. El tiempo no nos hace más
sabios, sólo más cobardes.
Durante
años he huido sin saber de qué. Creí que, si corría más que el horizonte, las
sombras del pasado se apartarían de mi camino. Creí que, si ponía suficiente
distancia, las voces de mi mente se acallarían para siempre. Volví por fin a
aquella playa secreta frente el Mediterráneo. La ermita de Sant Elm se alzaba a
lo lejos, siempre vigilante. Encontré el viejo Tucker de mi amigo Germán.
Curiosamente, sigue allí, en su destino final entre los pinos.
Bajé a la
orilla y me senté en la arena, donde años atrás había esparcido las cenizas de
Marina. La misma luz de aquel día encendió el cielo y sentí su presencia,
intensa. Comprendí que ya no podía ni quería huir más. Había vuelto a casa.
En sus
últimos días prometí a Marina que, si ella no podía hacerlo, yo acabaría esta
historia. Aquel libro en blanco que le regalé me ha acompañado todos estos
años. Sus palabras serán las mías. No sé si sabré hacer justicia a mi promesa.
A veces dudo de mi memoria y me pregunto si únicamente seré capaz de recordar
lo que nunca sucedió.
Marina, te
llevaste todas las respuestas contigo.
Carlos Ruiz Zafón "Marina"