[…] el miedo es un enemigo íntimo con quien compartimos la existencia.
Un miedo irracional, obsesivo, neurótico, que en realidad se origina en los
verdaderos terrores del vivir, pero que nosotros colocamos en otro lado. Porque
es cierto que la vida es frágil; que en cualquier momento puede ocurrirte una
desgracia; que no controlamos nuestra realidad aunque creamos que sí; que al final
nos morimos. Pero, cuando nos muerde el miedo, no suele ser por estos motivos de
sobrado peso, sino por locuritas. Miedo a quedar mal. A que no te quieran. A
hacer el ridículo. Miedo a que se demuestre que no vales lo suficiente, que no
sabes, que no sirves, que eres una impostora (ay, el estúpido síndrome del
impostor, padecido mayoritariamente por mujeres). Miedo a que te odien, exacerbado
por la ponzoña de las redes. Pero también: a que te despidan, a que tu pareja
te abandone, a que tu hijo se drogue. Y sí, resulta que a veces te despiden, y
tu pareja de teja, y a tu hijo le suceden malas cosas. Pero lo enfermizo es
temer todo esto mucho antes de que suceda, incluso cuando ni siquiera hay
indicios de que pueda ocurrir. ¿Por qué destrozar nuestro presente feliz por el
miedo a un futuro incierto? Miro hoy hacia atrás y me doy cuenta de que esos
soponcios silenciosos forman parte de la vida de muchos. De que, para bastantes
personas, vivir es ir cayendo de cuando en cuando en esos pozos. Susto,
ansiedad, temor irrefrenable y repentina inquietud ante el futuro. Quieres
esconderte, rendirte, pero, al fin, qué maravilla, no lo haces. Lo dice la
sabiduría popular: un valiente no es quien no tiene miedo, sino quien lo
supera. De manera que, mis queridos amigos cobardes, los que convivimos
cotidianamente con el miedo somos sin lugar a dudas los más valerosos.
Rosa Montero (El País Semanal) 30 de junio de 2019